
SINOPSIS
Viernes después de la salida de la primera estrella: una familia judía ortodoxa se dispone a celebrar shabat, día de descanso y alegría. Pero esa noche algo será diferente y en cambio el padre de familia asesinará brutalmente a su hijos y esposa antes de quitarse su propia vida. Todo parece indicar que el asesinato se trató de un ritual de sangre, la puesta en escena de un viejo mito antisemita por el cual los judíos se burlarían de Jesucristo imitando su pasión.
El brutal crimen pronto impactará en Sheila, la hermana adolescente de la mujer asesinada con quien llevaba años sin hablarse y Sebastián, quien fuera amigo del asesino muchos años atrás. Sin querer ni buscarlo sus caminos se encontrarán en busca de la verdad acerca del crimen y a ellos se sumará luego Mario Quiroz, un expolicía que hace tiempo perdió la fe en la humanidad. Pero a cada paso que los tres den buscando qué se oculta detrás del ritual de sangre, nuevos cadáveres se irán sumando y los rituales dejarán de ser un mito para convertirse en una sangrienta realidad.
Segunda edición corregida.
“Una novela electrizante. Me conmocionó y me transportó a respirar el misterio de los rituales de sangre.” Laura Quiñones Urquiza, perfiladora criminal, autora de Rastros de sangre y Lo que cuenta la escena del crimen.
“Alejandro Soifer construye una novela tensa, inquietante, que nos adentra en el lado más oscuro de las religiones. Además nos presenta en esta historia a uno de los personajes que ya es parte del plantel estable de la literatura policiaca: Mario La Iguana Quiroz.” Gastón Intelisano, autor de la saga policial de Santiago Soler.
Prensa
“Hacete de Oliva” en el Canal de la Ciudad
Infobae
- “Un thriller en el corazón del judaísmo ortodoxo”: entrevista en Agencia Télam
- “El policial es el género de las pasiones humanas más basicas”: entrevista en Infobae.com
- “El género policial vive un momento de gran efervesencia”: entrevista en La mañana de Córdoba
- “Parte de la religión”: entrevista en La Voz del interior (Córdoba)
- “Electrizante libro con el judaísmo ortodoxo como columna principal”: entrevista en La Capital de Mar del Plata
- “Literatura: un género en alza en Argentina” (acerca del género policial, con entrevistas a varios escritores de género incluido yo) por Walter Lezcano en Tiempo Argentino
- “Un policial en serio” por Martín Quintana en Medium
- Mini-entrevista en PressArgentina
- Entrevista en Eterna Cadencia (junto a Enzo Maqueira) el 28/10/2014
- Reseña en Noticias Editoriales por Matías Bragagnolo
- Crímenes rituales (entrevista en Evaristo Cultural)
Adelanto
Prólogo
Viernes 3 de febrero
La noche en la que la familia Waistein iba a morir se parecía a cualquier otra noche de viernes en la que la familia se preparaba para recibir el shabat.
Aunque en realidad, no era exactamente igual a cualquier otra noche de viernes y la pequeña Sharon se había dado cuenta de eso.
Jaia guió la manito de su hija con el fósforo encendido, hasta que la última vela estuvo encendida y le dedicó una mirada a su marido que había vuelto temprano del templo. El rabino rezaba susurrando palabras en hebreo a toda velocidad; su cuerpo iba y venía en un vaivén que acercaba el ala de su sombrero a la pared.
—Mamá, ¿cuándo comemos?
La mujer se llevó el dedo a los labios y le indicó a su hija que hiciera silencio.
La nena estaba fastidiosa. Había sido una tarde larga; al ser viernes había salido antes del jardín de infantes, por lo que a las tres de la tarde ya había estado en casa, había ayudado a su madre a dejar todo preparado para la ceremonia de esa noche y también había colaborado con el cuidado de su hermano Mendel, que acababa de cumplir un año. El rabino había pasado horas de esa tarde armando una cosa de maderas cruzadas que ocupaba el centro del living comedor, justo a la altura en la que, en el fondo de la habitación, colgado de una pared, el retrato del último líder de Tikvá Zhitomir dominaba con su cara de rígida seriedad la vida familiar.
—Mamá, ¿para qué es eso? —susurró la nena señalando lo que había estado haciendo su padre. Pero la mujer no le respondió.
Sharon se aburría.
—Cuidalo a Mendel —le dijo Jaia y se levantó del sillón para acercarse a su marido que acaba de exhalar la última sílaba de su rezo.
—Es hora de cenar —le dijo y el rabino asintió con la cabeza.
—¿Está todo listo?
Jaia no le respondió. Salió del living y se metió en el dormitorio que compartían.
El hombre se secó el sudor de la frente con la manga del saco negro. Se acomodó la corbata hasta dejarla bien alineada justo en el centro de la camisa blanca.
Jaia volvió del dormitorio, sostenía algo en las manos que hizo sobresaltar a la nena. Mendel empezó a lloriquear, había percibido la preocupación de su hermana. Sharon lo calmó como pudo, pero ella misma sentía que no podía quedarse quieta o tranquila. Su madre apoyó el tejido circular de tallos de rosas espinosas sobre la mesa como si fuera algo natural, un objeto cotidiano al que siempre le hubiera estado destinado ese lugar, como parte de uno de los innumerables ritos que les exigía la religión. Sharon miró el objeto, intentó entenderlo.
—¿Qué es esto, mami?
Jaia la calló:
—Ayudame a servir la mesa.
La nena buscó la confirmación de su padre que asintió con la cabeza, al tiempo que levantaba en sus brazos a Mendel.
Las mujeres trajeron la cena y cuando todo estuvo perfectamente dispuesto, se sentaron del lado derecho. El rabino sirvió vino sobre una copa que rebasó dejando en el mantel un gran manchón rubí, y recitó una oración. Luego tomó la copa, se llenó la boca de un trago y se la pasó a su mujer que bebió a su vez.
Cuando habían cumplido con el ritual, el rabino indicó que era hora del lavado de manos ritual. Pasaron a la cocina donde, uno a uno, fueron arrojándose agua sobre las manos con una jarra que tenía dos agarres. Primero se derramaron agua con la mano izquierda sobre la derecha y luego a la inversa. Recitaron una oración rápida mientras realizaban la ceremonia. Era shabat pero la alegría que acompañaba la fiesta no estaba presente esa noche. Sharon lo sentía, lo había visto y por eso estaba nerviosa, pero no lograba entender qué estaba pasando, por qué sus padres parecían tan preocupados esa noche.
Volvieron a la mesa, el rabino corrió el mantel que cubría las dos hogazas del pan ceremonial y recitó: “Baruj atá Adonai, eloheinu melej ha´olam, hamotzi lejem min ha´aretz” a lo que la mujer y la niña respondieron “Amén”. El hombre tomó uno de los panes trenzados en sus manos y partió un trozo. Ese era el momento en el que debían hacer silencio completo. Sharon ya se había aprendido esa parte del silencio hasta que su padre terminara de pasar el pan por la sal que había derramado encima del mantel de plástico. Sumergió tres veces el pan en la sal con un movimiento automático, comió un bocado y les pasó un trozo a su mujer y a sus hijos que también lo probaron.
—¿Por qué esta noche no tenemos invitados? —preguntó Sharon.
Jaia empezó una respuesta pero se calló ante un gesto de su marido.
—Hoy es una noche especial, querida —dijo el rabino.
La nena no se conformó:
—¿Para qué sirven esas cosas? —dijo señalando con los ojos la gran cruz de madera que ocupaba el centro del living.
El rabino se aclaró la garganta, transpiraba de nuevo, sentía que el calor lo sofocaba.
—Comé y callate; una niña no debe hacer tantas preguntas —le respondió su madre sirviéndole guefilte fish.
La nena pinchó con el tenedor la carne de pescado que se deshizo con facilidad y se llevó un primer bocado a la boca. Sintió un gusto raro, agrio e inmediatamente cayó dormida arriba del plato. Jaia colocó un trozo del pescado en la boca de Mendel con la cuchara. El bebé no quería tragar pero la madre se lo empujó adentro hasta que lo deglutió y en un instante él también cayó desmayado sobre la mesa. El matrimonio se levantó, la mujer se desabrochó la camisa, se bajó la pollera y la bombacha, quedó desnuda, tomó la corona de espinas que habían apoyado sobre la mesa antes de empezar a cenar y se la colocó en la cabeza. El hombre volvió de la cocina con un cuchillo para cortar carne.
Cada uno sabía lo que tenía que hacer.
La mujer se paró al lado de la cruz.
—Falta el recipiente —dijo.
—Ya lo traigo —dijo su marido y atravesó la cocina hasta el lavadero. Volvió con una cubeta de madera fijada por anillos y clavos de hierro.
—Es hora.
La mujer acostó sobre la cruz de madera. Se acomodó sobre ella con los brazos extendidos y juntó las piernas.
—El martillo y los clavos.
El rabino le colocó un trozo de madera suelta en la boca a su mujer que lo mordió y cuando ella asintió con la cabeza comenzó a rezar en voz alta. Aplicó el primer golpe del martillo sobre la palma de la mano extendida de su esposa. Le siguieron dos golpes más, violentos y profundos. Pudo escuchar el crujir de los huesos, el desgarro de los músculos. Jaia mordía la madera con fuerza, aceptaba su destino con valentía. Unas lágrimas le surcaron las mejillas. El rabino hizo lo mismo con la otra mano de su mujer. Rezaba a los gritos. Cuando terminó, se encargó de los pies. Cada golpe que aplicaba le sacaba un rezo más fuerte del interior. La mujer mordía la madera para no gritar y lloraba. Cuando el rabino sintió que su mujer ya estaba bien asegurada a la cruz, tiró de una cadena que se deslizó por la polea hasta levantar el cuerpo crucificado de su mujer.
La mujer no volvió a abrir los ojos. El hombre se ubicó a su izquierda y con el cuchillo de cocina en la mano rezó muy fuerte mientras la atravesaba con el cuchillo entre su cuarta y quinta costilla. Un chorro de sangre tiñó la alfombra y luego empezó a deslizarse por el cuerpo de la mujer goteando hacia la cubeta de madera. El rabino besó el filo ensangrentado del cuchillo y en un movimiento rápido cortó el cuello a su mujer.
Fue hasta la mesa y con cariño apoyó el filo contra la yugular de su hija Sharon de cinco años. Hizo el corte sin vacilar. Luego hizo lo mismo con Mendel.
Tomó una de las sillas vacías de la mesa familiar y la colocó justo debajo del gancho en el techo que había colocado la semana anterior. Enhebró una soga, se subió a la silla y se la colocó alrededor del cuello. Rezó por última vez antes de patear la silla y quedar suspendido en el aire. El sonido seco que hizo su cuello cuando se partió solo pudo ser escuchado por la figura severa del último rebe de Tikvá Zhitomir que seguía dominando la escena desde el retrato en la pared del fondo.