Me acuerdo de la primera vez que me “spoilearon” un libro que estaba leyendo: debía tener unos 14 o 15 años, el año era 1997 aproximadamente, estábamos en la pileta del club en Tigre donde íbamos con quien luego se convertiría en mi mejor amigo pero en esa ocasión lo odié con un odio que no creí que algún día podría superar. Habíamos estado discutiendo, no recuerdo exactamente acerca de qué, y como ambos estábamos leyendo El señor de los anillos pero el iba más avanzado (o quizás no pero se había enterado igual) me dijo que Gandalf era portador de uno de los anillos. Ahora lo pienso y ni siquiera tiene importancia, pero en ese momento lo sentí una traición tremenda, una catástrofe.
Luego recuerdo el último spoiler que realmente me jodió: empecé a leer una reseña de Perdida, el thriller de Gillian Flynn y el reseñista sin ningún tipo de contemplación ni cuidado anunciaba una vuelta de tuerca fundamental de la trama sin más, como si fuese parte de lo permitido en su espacio de reseña crítica. Lo odié porque luego leí la novela conociendo la vuelta de tuerca y sentí que perdía parte de la emoción de la experiencia.
Sin embargo hace varios días que me encuentro viviendo una situación inédita: hay tantos libros, series, películas, artículos periodísticos, relatos interesantes, narraciones de las que estar pendientes que ya no hay forma posible de hacer que el tiempo nos rinda para abarcarlos a todos y empecé a ver con cierto cariño a los tan maldecidos spoilers.
La sobreabundancia de posibilidades de consumo es un problema serio: en una cultura mediatizada, atravesada por relatos ficcionales que forjan conversaciones, identidades, pertenencias y buzz en redes sociales (GIFs, memes, artículos, la maquinaria es imparable), no estar al tanto de las últimas novedades en una gama inmensa de relatos es sinónimos de quedarse afuera. Continue reading “El spoiler en la época de la reproductibilidad digital”