Esta entrada en el blog parecerá un poco extraña: ¿qué tiene que ver el 11-S con la literatura y los libros? En principio pareciera que poco y nada. Pero si vamos un poco más allá de la superficie vemos que el atentado tuvo la suficiente potencia y fue tan impactante, modificó tanto la realidad del mundo que su recuerdo produjo y sigue produciendo narraciones. Una de las más clásicas es: “¿Dónde estabas? ¿Qué estabas haciendo?” en el momento del ataque al World Trade Center.
Soy de los que creen y enseñan que una buena narración debe ser una ruptura del orden de lo cotidiano: un hecho que irrumpe en lo diario, que modifica lo que ocurre siempre o que al menos lleva al lector a conocer cosas tan alejadas de su propio cotidiano que le merecen el tiempo de lectura para asombrarse, asomarse a esos mundos que no conoce.
El atentado, como todo gran evento de alto impacto supuso una ruptura en el cotidianidad de todos nosotros por lo que todos tenemos una anécdota que contar acerca de cómo el hecho trágico modificó nuestra cotidaneidad. En la revista Vice por ejemplo le preguntaron a un tipo que ese día estaba preso acerca de cómo se vivió el evento en la cárcel (la nota aquí).
Yo tengo mi anécdota de cómo lo viví. En el año 2001 estaba en 5to año de secundaria. Fui los cinco años al Liceo 1 turno Tarde. Mi rutina diaria era despertarme cerca de las 9 am, escuchar a Mario Pergolini en su programa Cuál Es? por la Rock & Pop, estudiar un poco, almorzar a las 12 y salir al colegio 12.30 para llegar 13.05 hs.
Esa mañana como todas las mañanas estaba escuchando la radio cuando Pergolini comentó: “Che, parece que una avioneta se estrelló contra las torres gemelas”. Siguieron algunos comentarios como “Qué boludo, ¿cómo se va a chocar contra un edificio?” y con sus compañeros de piso comentaban la noticia. Decidí entonces poner CNN para ver si había algo en la tele sobre el “accidente”. Fui al living donde mi viejo tenía montada su oficina. Él trabajaba a espaldas del televisor que prendí y sintonicé en el canal informativo que ya tenía en pantalla la imagen en vivo de la torre que fue impactada primero humeando.
– Che, pá, mirá esto. Qué loco. Se la dio una avioneta contra un edificio en Nueva York – dije y apenas terminé de decirlo cuando vi en vivo como el segundo avión se incrustaba de lleno en la segunda torre. La guerra televisada de la que tanto se había hablado respecto de la cobertura de la primera Guerra del Golfo estaba sucediendo ante mis ojos. Lo que sentí fue estupor, sorpresa, incredulidad, casi como si hubiera estado viéndolo desde el lugar de los hechos porque básicamente lo estaba viendo en vivo.
Los conductores de la CNN no sabían qué decir, nadie entendía qué estaba pasando y entonces lo que sucedió fue una adrenalina difícil de explicar, el cosquilleo de la sangre de saber que estaba presenciando ahora sí un hecho histórico determinante.
No pude volver a concentrarme en nada más que en dejar fija la CNN mientras se sucedían las noticias: a la segunda torre le sucedió el ataque al Pentágono y luego el avión que cayó antes de alcanzar su objetivo.
Almorcé mirando la tele, las repeticiones del atentado y luego fui al colegio con ansiedad y la cabeza dándome vueltas. A esa altura de septiembre mis compañeros habían salido de viaje de egresados al que yo no fui. Por lo que éramos pocos en el aula y los que estábamos nos sentíamos igual de desconcertados. Teníamos tres clases ese día. Sólo recuerdo dos: Historia y Educación para la salud.
La profesora de Historia que mantenía una cierta tendencia de izquierda entró al aula un tanto exultante y un tanto preocupada: al fin esos yanquis imperialistas habían tenido algo de lo que se merecían pero también sabía que se avecinaría algún tipo de escarmiento. Como éramos muy pocos hablamos toda la hora acerca de lo que había sucedido y especulábamos acerca de cómo se enterarían nuestros compañeros en el viaje y qué opinarían sobre el evento. Sin internet masiva, sin teléfonos celulares, sin redes sociales, estaban tan aislados en Bariloche como los participantes de Gran Hermano.
La profesora de Educación para la Salud en cambio entró muy nerviosa, histérica. Nos contó que había ido a buscar a sus hijos al colegio para llevarlos a su casa a media mañana porque lo que había pasado tendría consecuencias impredecibles a nivel mundial y tenía temor de que pudiera pasar algo en Buenos Aires.
Al terminar el día escolar fui al Centro Cultural Rojas donde estaba haciendo un curso acerca de Nietzsche, Dostoievsky y el nihilismo, todos los martes con un muy buen profesor del que luego nunca más supe nada: Gabriel Sarando.
Esa clase fue extraña también. Veníamos leyendo Los demonios de Dostoievsky, reflexionando acerca del terrorismo nihilista y justo había sucedido el atentado.
Sarando fue bien enfático sin embargo: “Acá no hay nihilismo, estos se mataron por Alá.”
A la salida del curso compré la edición especial de Clarín de ese día. Decía sencillamente “El día del terror” en la tapa. En esa época todavía se compraban diarios de papel e incluso esa edición especial salida a media tarde había pasado a ser “de colección”.
Y eso fue el día en que se produjo el atentado que nos cambió la vida a todos.
Luego nuestros compañeros de curso volvieron del viaje. Les pregunté a varios cómo lo habían vivido y la respuesta fue unánime: no les había importado en lo más mínimo porque habían estado de joda en Bariloche.
Vos ¿dónde estabas cuándo atentaron contra las Torres Gemelas?