Hace una semana, en una cena que compartimos, recibí de manos de Loyds su novela Merca. Había escuchado muy buenos comentarios de ella y le tenía ganas desde hace tiempo pero las obligaciones y las lecturas atrasadas me habían mantenido fuera de su alcance. Pero entonces empecé hojearla intentando evaluar en qué momento podría sentarme a leerla y ya no hubo vuelta atrás: como quien no quiere la cosa caí atrapado en las redes de una prosa frenética, dinámica y muy pero muy adictiva que no me soltó durante el día y medio que me tomó devorarmela en un par de sentadas.
Hacía mucho tiempo que no leía un relato tan rápido y efervescente y además me hizo acordar a viejas épocas en las que me leía con pasión y avidez todas las novelas del reviente que podría encontrar (empezando por mi amado Charles Bukowski, Herny Miller, John Fante, los beats en general y más).
Al leer tantos relatos similares sobre exceso de drogas, alcohol y otros abusos, había alcanzado una cierta saturación con el género. Eso creía hasta que caí en las redes de la Merca de Loyds. Al comienzo sentí que estaba volviendo a leer Menos que cero, la novela debut de Bret Easton Ellis (maestro de este tipo de relatos sobre gente con tendencias autodestructivas) y no me sorprendí al leer luego en la contratapa de Leo Oyola esa misma referencia.
Pero Merca no sólo es un fresco generacional al estilo Ellis de la Argentina de los GCU (Gente Como Uno, como gustan de llamarse entre sí algunos decadentes aristócratas con espíritu de rugbier de San Isidro) reventados y sus fiestas en quintas del conurbano adinerado, los boliches de moda, la vida de ocio de los que pueden permitírsela sino que también se plantea como el relato íntimo de la adicción de su narrador y protagonista (una especie de Fresco, el de “nos hacemos pija imbécil” pero habiendo alcanzado, quizás, algún escalón más de escolarización).
En este sentido es que nos encontramos con Johnny, un personaje fundamentalmente insatisfecho: con su vida, con sus conquistas amorosas, con su ex novia que no deja de acosarlo para que cuide de ella o la tenga en cuenta pese a que hace dos años que no están juntos, con su madre, con su padre, su hermana, su cuñado, su hermano, sus amigos, sus parejas ocasionales y así con todo. Odia desapasionadamente a casi todo lo que constituye su vida excepto la droga que consume (aunque sólo si es “la del peruca”) y a la mujer que limpia en su casa.
Uno de los logros narrativos de Loyds consiste en transformar esa famosa insatisfacción permanente de la que tanto se ha hablado en las clases acomodadas en un mecanismo textual que se trasmite al lector: el ritmo entrecortado y elíptico del relato corta toda referencia explícita a alguna de las múltiples situaciones eróticas en las que el narrador parece estar por ingresar o que quedan apenas sugeridas. En un relato realista y detallado, estos cortes abruptos en los momentos previos a que se concrete el acto metaforizan y al mismo tiempo llevan al lector esa insatisfacción patente del personaje.
Incluso en una de las dos escenas donde si hay una descripción extendida en un par de párrafos de una situación sexual, vuelve a quedar de manifiesto esa insatisfacción crónica en un pasaje que parece una cruel ironía:
“Se pone encima mío y con la mano derecha me aprieta fuerte la pija dejando solamente la cabeza afuera de la palma, y con esa punta empieza a frotarse, acompañando su acción con movimientos eléctricos, casi convulsivos. Yo espero ansioso el momento definitivo de estar adentro suyo, de poseerla suciamente, de que sea mía como una esclava, como una puta de mierda. Pero eso nunca ocurre, porque la groupie incrementa la velocidad de sus movimientos, se bambolea sin soltarme la poronga y termina jadeando un orgasmo prolongado, entre gritos que ya deben estar escuchando mis malditos vecinos. A todo esto yo ni siquiera llegué a penetrarla y mucho menos a acabar. Pero ella se recuesta exhausta como si eso no importara, agarra su cartera al pie de la cama, saca un Dunhill, lo enciende y suspira echando el humo. Después arquea la cabeza sobre la almohada y me dice: estuvo bueno bombón, ¿me pedís un taxi?“
Así la novela se va desplazando a toda velocidad hacia un desenlace anunciado pero no por eso menos potente.
La lectura resulta entonces adictiva, casi fugaz porque obliga a leerla a un ritmo aceleradísimo y deja bien arriba durante unos cuantos días. No que esto tenga algo que ver con el nombre de la novela.