Nunca fui particularmente afecto a los cuentos. Ni a escribirlos ni a leerlos. Las razones son múltiples pero creo que se resumen en que me cuesta encontrar una idea para una narración y una vez que la tengo siento la necesidad de expandirla, desarrollarla, amasarla y dejar que crezca. Eso en cuanto a escribirlos. En cuanto a leer cuentos, la razón por la que no me seducen es que los olvido muy fácilmente: siempre me sucedió de estar leyendo un libro de cuentos, llegar al último y no recordar en absoluto de qué trataba o qué contaba el primer, el segundo, el tercer cuento de ese volumen.
Pero dentro de este rechazo que siento por los cuentos la excepción la constituyen los microcuentos: a veces una línea o dos, esos relatos ínfimos suelen poseer una fuerza narrativa tan grande que desencadenan una especie de Big Bang de sentidos. Además, son fáciles de recordar para contar en cualquier ocasión.
Ayer leía una interesante nota donde desmienten que un famoso microcuento atribuido a Ernest Hemingway haya sido escrito por el Premio Nobel (pueden leer la nota, en inglés, aquí). Y si bien parece que no perteneció al genio literario del buen Ernest, el relato no deja de ser sumamente impactante. Aquí va una traducción posible:
En venta: zapatos de bebé, nunca usados.
Es lógico que se haya atribuido esta oración de siete palabras (seis en inglés) a Hemingway: el mecanismo de mostrar sólo la punta de un iceberg narrativo que oculta un trozo enorme de historia no dicha detrás parece llevar su marca.
¿Qué emociona de esa oración? ¿por qué decimos que es un cuento?
Lógicamente lo que está no-dicho es la posibilidad de que esos zapatos de bebé los esté vendiendo una madre que acaba de perder a su recién nacido. El cuento funciona en nuestro cerebro: reconstruimos una situación trágica, un conflicto indecible en nuestra cabeza.
También podríamos pensar que se tratan de unos zapatos de bebé nunca usados, nuevos, recién salidos de la fábrica y que el que los vende es nada más que un vendedor de zapatos.
Sucede algo curioso: la primera tendencia que tenemos al leer el cuento es hacia la catástrofe, lo terrible, el conflicto.
Lo mismo sucede con otro clásico de los microcuentos, El dinosaurio de Augusto Monterroso:
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
¿Por qué nuestra primera impresión es que el que despertó fue un ser humano? Esta impresión nos trae el conflicto porque sabemos que los dinosaurios y los humanos nunca convivimos.
Otro de mis preferidos está recopilado en la Antología de literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges; fue escrito por George Loring Frost y se llama Un creyente. Dice:
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.
Por supuesto la primera impresión que tenemos es que el que desaparece es un fantasma. ¿Por qué? ¿Por qué no razonar primero que acaso sea un ilusionista que aprovechó la oscuridad de la galería de cuadros para gastarle una broma al otro?
Claro que es una posibilidad y la podemos tomar, aceptar y desarrollar. En última instancia de eso se trata el género fantástico: del movimiento pendular que hace nuestra cabeza entre aceptar lo imposible de una explicación maravillosa y lo que esperamos que es una explicación realista.
De la misma antología, me recuerda una lectora, es este otro microcuento:
Sola y su alma de Thomas Bailey Aldrich
Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay más en el mundo: todos los seres han muerto. Golpean a la puerta.
Desde luego, muchísimo más perturbador por obvias razones.
Este tipo de escritura haiku, microcuento, sentencia zen o como quieran decirles funcionan porque exprimen al máximo la función de ocultarnos información que es la esencia de un buen cuento. Como ejercicio literario son imprescindibles. Prueben ustedes mismos: describan su biografía en seis o siete palabras. Dominar el estilo es a la vez un desafío y una aventura.
Para despedirme quisiera recordar la primera de las tésis de Ricardo Piglia sobre el cuento.
Dice así:
1
En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.
Casi mágico ¿no?